Hoy, después de 134 años, recordamos la partida de la Madre Cabrini para su primera misión en los Estados Unidos.
El Papa León XIII señaló a la Madre el Occidente en lugar del Oriente, y ella obedeció prontamente, y sólo un mes después de esta decisión, es decir, el 19 de marzo de 1889 en el convento de Codogno, la Madre Francisca Javier, de casi cuarenta años de edad, y otras seis religiosas recibieron de Monseñor Scalabrini la Cruz de Misioneras. Cuatro días después, el 23 de marzo, zarparon del puerto francés de El Havre en el vapor "Bourgogne" rumbo a Nueva York, donde desembarcaron el día 31 entre lluvia y barro. Así comenzó su vida misionera dedicada al socorro de los emigrantes derrotados, maltratados, linchados, calumniados por las clases trabajadoras por sus actividades baratas y abrumados por la miseria y el analfabetismo.

Página 7 "Hasta losconfines de la Tierra"

Del primer viaje de ida y vuelta a Estados Unidos no nos queda ningún informe escrito de la Santa. La Madre Cabrini había partido para el apostolado que le había asignado el Vicario de Cristo el 23 de marzo de 1889. Se había embarcado en Le Havre en el Bourgogne; su destino era Nueva York, donde desembarcó el 31 de marzo hacia las siete de la tarde.
Monseñor Scalabrini, obispo de Piacenza, la había invitado a colaborar con sus sacerdotes en favor de los emigrantes italianos.
Debía abrir, a instancias del arzobispo de Nueva York, un jardín de infancia para los hijos de nuestros compatriotas, y dirigir una escuela ya abierta por los padres Scalabrini.
Innumerables dificultades encontró la Santa al pisar por primera vez esta metrópoli de los Estados Unidos, tales que un alma menos endurecida que ella, y menos ardiente en el celo, se habría desanimado.
Nada de lo que se le había prometido existía: ni la guardería, ni la escuela, ni siquiera la casa para las Hermanas y, además, la invitación del Arzobispo Corrigan, Arzobispo de Nueva York, era volver a Italia a causa de las dificultades que habían surgido.
Pero Madre no era una mujer que retrocediera después de poner la mano en el arado. Una sola mirada le bastó para darse cuenta de las condiciones materiales, morales y religiosas en que se encontraban los pobres emigrantes y qué campo de trabajo se abría ante su celo.
No necesitó más para entregarse de inmediato a atender las necesidades más urgentes de tantos desgraciados.
A pesar de innumerables contrariedades y dificultades, consiguió abrir, con la aprobación del arzobispo, un orfanato en la calle 59 y una escuela, aunque con locales provisionales. Partió de nuevo para Italia, cuatro meses después de su llegada.

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